Cómo crecer, cambiar y seguir siendo 

crecimiento personal

 A veces escuchamos hablar del Yo de las personas. Y tratamos de imaginar un lugar, un núcleo donde nuestro Yo se esconde, o una actitud en que nuestro Yo se expresa. 

¿Qué es el Yo?

En realidad el Yo es una función de la mente, la función de síntesis, o sea la que reúne nuestras distintas facetas en forma de una unidad. Esa función está buena porque nos permite sentirnos coherentes y consistentes, pero tiene su riesgo: que para ser “de una sola pieza” nos exija dejar afuera esos aspectos contradictorios y muchas veces más interesantes de nuestra personalidad. 

Cuando dos o más aspectos nuestros entran en conflicto, en realidad lo que nos muestran es la riqueza y la complejidad de nuestra personalidad, y la diversidad de nuestras emociones y experiencias. 

Si nos obligamos a silenciar algunas de las voces de nuestro “equipo interno”, nos perdemos el potencial de encontrar soluciones alternativas a los conflictos, y nos empobrecemos con actitudes rígidas y estereotipadas. 

Pero lo interesante es poder integrar nuestra diversidad interior sin que se cristalice pero también sin que nos haga sentir divididos y fragmentados. Por eso la capacidad de integrar dinámicamente nuestras contradicciones va a ser el signo de nuestra madurez y calidad del desarrollo personal. 

En cambio cuando necesitamos aislar aspectos que no nos gustan de nosotros o de la realidad es porque todavía tenemos un yo débil que se fractura ante la presión de los conflictos. 

Más allá del yo, esa función de síntesis, podemos hablar del ser. 

¿Qué es el ser?

El Ser es la persona total, todo lo que somos. 

Desde el comienzo de la vida tendemos a constituirnos en una unidad. 

Allí la imagen, la palabra, la presencia viva de los otros, van a sostener y acompañar la integración del Ser, en un sistema dinámico que articula la mente, las emociones y el cuerpo. 

Estas tres fuentes entramadas, la mente, las emociones y el cuerpo, forman el tejido vital que tendrá que ser capaz de contener y absorber todas las nuevas experiencias a lo largo de la vida. 

A partir de allí van a empezar a sumarse los modelos de identificación con las personas que admiramos, los valores familiares y sociales, las experiencias positivas y negativas que nos tocaron vivir, nuestras aptitudes y nuestras limitaciones. Y, más adelante los conocimientos que iremos adquiriendo a lo largo de la vida. 

Lo interesante es que ese ser total es como una red de elementos entramados. Y desde esa red de elementos que interactúan entre sí, cada uno de nosotros percibe, piensa y actúa

La rigidez

Pero a veces algunas identificaciones demasiado rígidas y los valores que nos parecen incuestionables, nos generan zonas duras de la personalidad que se cristalizan, empobreciendo esa red. 

Otras veces las zonas rígidas se forman por el intento de mantener un equilibrio que nada pueda desestabilizar, aún si ese va a ser el precio de dejar inmóviles parte de nuestros propios recursos. 

Esas partes del Ser pierden flexibilidad, sensibilidad, permeabilidad y adaptabilidad a lo nuevo. A lo largo de los años, esta “artrosis” de la personalidad nos transforma en caricaturas de nosotros mismos, en las que solo se destacan a gruesos trazos nuestros defectos y virtudes. 

Y no es casual que sean esos rasgos marcados y exagerados, los que nos impiden entrar en sintonía con los otros y nos hacen difíciles, a veces hasta insoportables para los demás. 

Lo notable es que la rigidez en la forma de ser y la tensión en las actitudes son siempre consecuencia de zonas débiles e inseguras que a veces arrastramos desde nuestra historia. 

Al igual que pasa con el cuerpo, cada zona débil activa la tensión en una región compensadora. La debilidad en los músculos de la espalda lleva a la contractura de las cervicales. La debilidad de los abdominales al dolor de cintura; la de los cuádriceps, a los dolores de rodilla. 

Y para peor, ante cada nueva situación en la que nos sentimos débiles, reaccionamos con más tensión y en un círculo vicioso, neutralizamos la posibilidad de aprender y crecer. Así perdemos conectividad y apertura, perdemos la red. 

Las personas, pero también las organizaciones y las sociedades, son seres vivos, con un potencial dinámico de integración, pero conservan la capacidad de volver a estados más laxos y caóticos. Es en esos estados donde se hacen posibles el crecimiento y el cambio, evitando la cohesión simplificadora y preservando la energía de la diversidad. 

Sentirse integrados

Quizá lo más interesante es que cuando estamos integrados pero no fragmentados hay una continuidad entre lo que somos y lo que hacemos, y el hacer deriva naturalmente del Ser. De ese modo todo lo que hacemos nos hace crecer como personas. 

La persona integrada se siente libre, autónoma, responsable y confiada en su capacidad de aportar algo al mundo que lo rodea. En cambio, cuando representamos un rol, nos sentimos a la vez vulnerables y prisioneros. Cuando hacemos compulsivamente como forma de huir de nosotros mismos o de demostrar lo que no somos, nos vamos empobreciendo y perdiendo el sentido de realidad de nuestra vida. 

El crecimiento como personas nos permite hacernos cargo de nuestros pensamientos, actos y decisiones, de reconocer nuestros logros y de aceptar las consecuencias de nuestros errores y fracasos, sin necesidad de depositar en los otros sus aspectos idealizados o desvalorizados. También nos permite el juego y el humor como espacio mental en que nos sentimos libres. 

A su vez, el Ser integrado también se relaciona de un modo especial con el tener. Cuando nuestra autoestima se sostiene en variadas fuentes de nuestra propia historia, saberes y experiencias, los logros no son simples disfraces, títulos o trofeos, sino auténticos derivados de la persona total. El éxito vacío, en cambio, como un globo inflado, es siempre angustiante, ya que nos hace sentir amenazados ante la menor crítica o error. 

A veces renunciamos a nuestra parte más informal o creativa para asumir un trabajo de gran responsabilidad y exigencia. Y, al pasar el tiempo, descubrimos que estamos atascados, sin poder seguir avanzando en nuestro desarrollo, justamente porque nos faltan la fantasía y la libertad de improvisar. 

A lo largo del crecimiento laboral, muchos renuncian o hasta reniegan de sus talentos innatos y habilidades no convencionales. Luego, no entendemos por qué se sienten sin energía, pasión o recursos. Sus jefes buscan incentivarlos con estímulos, premios y castigos, cursos de motivación, sin resultados positivos. 

En realidad la madurez sólo es posible cuando volvemos a integrar esas facetas descartadas, reabriendo los canales clausurados, recuperando lo perdido en la formación especializada, los talentos ocultos o acallados, las raíces familiares y culturales de cada uno. 

Estar en Red

Cuando nuestros soportes son múltiples y variados, estamos en red. Y cuanta más red tenemos, más seguros y confiados nos movemos. Y el sentimiento de continuidad, de saber que vamos a seguir siendo quienes somos, nos permite relajarnos y cambiar. 

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